domingo, 20 de junio de 2010

Borges y el Bicentenario

El tamaño de mi esperanza forma parte de una serie de libros que Borges decidió dejar al margen de sus obras completas. Podríamos decir que, en cierta medida, configuró de ese modo sus propios arrabales. Tal dictamen ha sido obedecido hasta aquí por la editorial Emecé -con una sensatez que indignaría a Max Brod-. Subir a Internet las líneas que dan título a este libro tachado tiene el diminuto pero existente mérito de ser una doble reivindicación: por un lado, es raro conseguirlo en calle Corrientes o en Parque Rivadavia, y se van haciendo cada vez más pesados los más de quince años desde su última edición; por otra parte, es imposible bajar el libro -ni ninguno de los ensayos que lo componen- de Internet.

Jorge Luis Borges es algo así como un lugar común. Hasta hace un tiempo las clases medias coquetas adornaban sus bibliotecas con los elegantes tomos de la edición de tapa dura de lujo de aquellas obras completas in/completas -subrayemos al pasar: como toda obra completa-. Pero, también hay que decirlo, aquellas clases medias estaban interesadas en algo en lo que hoy ya no tanto. Dudamos que la gente haga cola los fines de semana en los kioskos de diarios para llevarse los libros de Borges o de Bioy o de quién sea. La ostentación media pasará actualmente, tal vez, por otros carriles. Y sin embargo, Borges continúo siendo un lugar común. Todos tienen alguna opinión sobre él, todos recuerdan alguna mínima anécdota. Y en este sentido justamente, Borges es también una calle en ese cada vez más vasto y marketinizado barrio que es hoy Palermo. Quién sabe, a lo mejor el gusto de la gente se haya resignificado y a la vez haya persistido: Borges ya no está en la biblioteca personal; Borges como sello ó mejor: la marca Borges ahora desfila infinitamente por las cercanías de Plazita Serrano (Cortázar!).

Ese lugar común que parece ser Borges corre el riesgo de ser, en ciertas ocasiones, un lugar cómodo. Como congelado en aquellas bibliotecas de quienes podían tenerlas, sus detractores menos críticos de hoy lo plagan de telaraña y despachan un concreto expediente por medio del cual lo declaran antiperonista y antipopular. Y ahí sí, se van tranquilos a sus casas. Sin embargo, a la vez, en cierto sentido se parecen aquellas clases medias y algunos de sus hijos.

Los hijos y nietos de aquellas clases medias/medias-altas concurren hoy, en muchos casos, a las facultades de nuestro país. Para algunos de ellos, Borges está ahí arriba -¿en la estantería?- pero aparece como algo cerrado, definitivamente definido. Se ahorran de esta forma la necesidad de leerlo. Basta con tener a mano algún exabrupto en alguna entrevista, recordar algunos de sus cuentos más rancios y gorilas, y la conciencia duerme tranquila. Borges es así un facho. Y cuando se levantan diplomáticos, un conservador.

Borges y el Bicentenario se entrecruzan de diversas formas. En principio, a partir de la furiosa alarma que un autor como Borges debe producir en sus lectores: Borges implica el ejercicio de separar al hombre empíricamente existente del autor latente en sus textos. El Borges de los procedimientos discursivos de cuentos tales como La forma de la espada, de poemas tales como El truco, está bien lejos de ser un escritor conservador . Y se plantea la conocida e imperiosa necesidad de leer a contrapelo, de leer como decía Rimbaud en todos los sentidos posibles. Se opone entonces el mediopelo argento a la lectura a contrapelo de la historia. Como ocurre con todos los autores relacionados con la Revolución de Mayo (como ocurre con todos los autores), es fundamental realizar tal separación.

Si la Revolución de Mayo tiene sentido hasta hoy, entonces estos doscientos años deberían ser vistos como doscientos años de una Revolución que todavía batalla. Son 200 años de la Revolución, ¿y quién dice que terminó? Y si lo dice, ¿por qué habríamos de creerle? Por otra parte, una de las aristas de esta Revolución implica sin dudas un plan de operaciones discursivas, una disputa entre interpretaciones en pugna, tensión que aún hoy puede percibirse.

Es aquí donde Borges deviene de lugar común a un lugar de pleno conflicto, un lugar donde es dado afilar los propias prácticas discursivas, incluso -sobretodo- las de aquellos quienes consideran que la Revolución de Mayo debe ser pensada como un programa, como un plan inacabado -e inacabable-, y no como una vana pieza de museo ó como una estampita de la Billiken. Borges se configura de este modo como un lugar de pleno conflicto en donde no es tan fácil pasearnos complacientemente por lo antipopular: conviene en este punto recordar los lugares en los cuales sus escritos fueron apareciendo, la extensa participación de Borges en numerosas revistas, algunas de las cuales de corte netamente de consumo popular, como el Hogar ; desde el plano del contenido, vaya como pequeño ejemplo a mano la revisión que realiza en este ensayo, en dónde se caracterizan ciertas figuras de la política nacional: San Martín, Rosas, Irigoyen -quién es nombrado como el único hombre porteño que está privilegiado por la leyenda y que va en ella como en un coche cerrado-, aquellos quienes entrarían nada menos que dentro de la clave de los llamados hombres vitales. Desde un punto de vista más bien formal, en este mismo ensayo es evidente también tanto el intento por utilizar un vocabulario intencionadamente arrabalero como el intento por acercar su escritura lo máximo posible al habla popular. De lo que se trata, en líneas generales, es de encontrar la propia voz, la escritura propia de estas tierras.

La forma que asume la escritura del Borges-autor latente a lo largo de toda su obra supone una incesante búsqueda por subvertir un cierto orden establecido. Tales filosas formas, como ya se dijo, son de extrema utilidad a los fines de la tarea que supone el Bicentenario. En el caso particular de este texto, se tratará de reformular el canon vigente por medio de una relectura de la literatura argentina que supondrá a su vez otra versión de sus protagonistas. También señalamos que de la discordancia entre uno y otro Borges, entre el hombre empírico y el autor textual, emerge una clave de lectura posible para cualquier autor que queramos referir a la tarea del Bicentenario: separar al hombre empírico de sus obras, de las posibles lecturas latentes en ellas, de las posibles escrituras que de allí se derivan.

Un plan de operaciones discursivas del Bicentenario no puede fingir un descuidado olvido de las prácticas borgianas. Y sin embargo, a pesar de que se han tratado hasta aquí cuestiones relevantes, no es fundamentalmente en estos aspectos en donde puede verse la conexión más plena entre Borges y el programa del Bicentenario.

La obra de Borges puede ser leída como una obra en tensión. Puede vislumbrarse un arco: va desde “El tamaño de mi esperanza” hasta “El escritor argentino y la tradición” . El criollismo conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte supone un cierto modo de ser-en-el-mundo, un cierto horizonte de expectación que puede manejar todos los temas sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas. Ser argentino sería entonces una construcción felizmente incrédula, porfiada, crítica. Un plano desde el cual verlo todo, un plano sin dudas diferente de todos los demás, en constante conflicto y construcción. Un plano, entonces, revolucionario.


Paola Battafarano
Patricio Foglia





El tamaño de mi esperanza





A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en estas tierras se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y de lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!
¿Qué hemos hecho los argentinos? el arrojamiento de los ingleses de Buenos Aires fue la primer hazaña criolla, tal vez. La Guerra de la Independencia fue del grandor romántico que en esos tiempos convenía, pero es difícil calificarla de empresa popular y fue a cumplirse en la otra punta de América. La Santa Federación fue el dejarse vivir porteño hecho norma, fue un genuino organismo criollo que el criollo Urquiza (sin darse mucha cuenta de lo que hacía) mató en Monte Caseros y que no habló con otra voz que la rencorosa y la guaranga de las divisas y la voz póstuma del Martín Fierro de Hérnandez. Fue una lindísima voluntá de criollismo, pero no llegó a pensar nada y ese su empacamiento, esa su sueñera chúcara de gauchón, es menos perdonable que su Mazorca. Sarmiento (norteamenicanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo) nos europeizó con su fe de recién venido a la cultura y que espera milagros de ella. Después, ¿qué otras cosas ha habido aquí? Lucio V. Mansilla, Estanislao del Campo y Eduardo Wilde inventaron más de una página perfecta, y en las postrímerias del siglo la ciudá de Buenos Aires dió con el tango. Mejor dicho, los arrabales, las noches del sábado, las chiruzas, los compadritos que al andar se quebraban, dieron con él. Aún me queda el cuarto de siglo que va del novecientos al novecientos venticinco y juzgo que no deben faltar allí los tres nombres de Evaristo Carriego, de Macedonio Fernández y de Ricardo Güiraldes. Otros nombres dice la fama, pero yo no le creo. Groussac, Lugones, Ingenieros, Enrique Banchs son gente de una época, no de una estirpe. Hacen bien lo que otros hicieron ya y ese criterio escolar de bien o mal hecho es una pura tecniquería que no debe atarearnos aquí donde rastreamos lo elemental, lo genésico. Sin embargo, es verdadera su nombradía y por eso los mencioné.
He llegado al fin de mi examen (de mi pormayorizado y rápido examen) y pienso que el lector estará de acuerdo conmigo si afirmo la esencial pobreza de nuestro hacer. No se ha engendrado en estas tierras ni un místico ni un metafísico, ¡ni un sentidor ni un entendedor de la vida! Nuestro mayor varón sigue siendo don Juan Manuel: gran ejemplar de la fortaleza del individuo, gran certidumbre de saberse vivir, pero incapaz de erigir algo espiritual, y tiranizado al fin más que nadie por su propia tiranía y su oficinismo. En cuanto al general San Martín, ya es un general de neblina para nosotros, con charretas y entorchaos de niebla. Entre los hombres que andan por mi Buenos Aires hay uno solo que está privilegiado por la leyenda y que va en ella como en un coche cerrado; ese hombre es Irigoyen. ¿Y entre los muertos? Sobre el lejanísimo Santos Vega se ha escrito mucho, pero es un vano nombre que va paseándose de pluma en pluma sin contenido sustancial, y así para Ascasubi fue un viejito dicharachero y para Rafael Obligado un paisano hecho de nobleza y para Eduardo Gutierréz un malevo románticon, un precursor de idílico de Moreira. Su leyenda no es tal. No hay leyendas en esta tierra y ni un solo fantasma camina por nuestras calles. Ese es nuestro baldón.
Nuestra realidá vital es grandiosa y nuestra realidá pensada es mendiga. Aquí no se ha engendrado ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires, a este mi Buenos Aires innumerable que es cariño de árboles en Belgrano y dulzura larga en Almagro y desganada sorna orillera en Palermo y mucho cielo en Villa Ortúzar y proceridá taciturna en las Cinco Esquinas y querencia de ponientes en Villa Urquiza y redondel de pampa en Saavedra. Sin embargo, América es un poema ante nuestros ojos; su ancha geografía deslumbra la imaginación y con el tiempo no han de faltarle versos, escribió Emerson en el cuarenta y cuatro en sentencia que es como una corazonada de Whitman y que hoy, en Buenos Aires del veinticinco, vuelve a profetizar. Ya Buenos Aires, más que una ciudad, es un país y hay que encontrarle la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se aviene. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación.
No quiero progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos, un tesonero ser casi otros; el segundo, que antes fue palabra de acción (burla del jinete a los chapetones, pifia de los muy de a caballos a los muy de a pie), hoy es palabra de nostalgia (apetencia floja del campo, viaraza de sentirse un poco Moreira). No cabe gran fervor en ninguno de ellos y lo siento por el criollismo. Es verdá que de enancharle la significación a esa voz -hoy suele equivaler a un mero gauchismo- sería tal vez la más ajustada a mi empresa. Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte. A ver si alguien me ayuda a buscarlo.
Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña.



Buenos Aires, Enero de 1926.
(extraído de Borges, Jorge Luis; “El tamaño de mi esperanza”, Ed. Seix Barral, Buenos Aires, 1993)

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