sábado, 20 de noviembre de 2010

la vuelta del malón, el ritmo de una kumbia zombie




Escribir acerca de La vuelta del malón permite decir unas palabras acerca de Ángel Della Valle. Es interesante destacar que mientras el cuadro y la serie de cuestiones que allí se ven anudadas son en mayor o menor medida conocidas, su autor resulta en cambio un personaje intrascendente para la historia argentina. Podríamos extremar esta posición diciendo que, en rigor, todo autor es en principio intrascendente -excepto que haga de su propia vida su propia obra-.

Entonces, una cuestión con relación a La vuelta del malón refiere a la firma que allí se inscribe y a la pregunta por su importancia; más específicamente ¿qué valor podemos asignarle a la intencionalidad del autor a la hora de acercarse a La vuelta del malón?

Es conocido y hasta paradigmático el caso de Jonathan Swift y Los viajes de Gulliver, una obra escrita a los fines de denunciar, con la violencia de un Rousseau, la vileza de la civilización y el absurdo del positivismo, una obra que con el paso de los años se ha transformado en un libro ineludible de cualquier biblioteca universal infantil que se precie de tal. No se discute la importancia de tal género, sólo interesa en este punto señalar la vertiginosa distancia existente entre la intención inicial del sujeto empírico Swift y lo que las lecturas posteriores han hecho de su obra.

En nuestro caso, ¿qué imaginamos que buscaba Della Valle? Podemos entrever una militancia autoproclamadamente civilizatoria, y el ensalzamiento de sus más altas virtudes por intermedio de nada menos que una inversión: el cuadro muestra el accionar barbárico, una dinámica del saqueo que no respeta ninguna propiedad privada -la valija, la mascota, las reliquias, la cautiva-, que profana todos y cada uno de los cuerpos de la civilización y los desmembra. La inversión consiste entonces en que aquello que busca ser configurado como deseable emerge a partir de su ausencia: lo que no aparece justamente es la civilización. Pero, La vuelta del malón vista desde la intencionalidad del autor, implica incluso una inversión en otro sentido, en tanto se apuesta a no mostrar lo deseable sino su opuesto, para reafirmar aún más la sed de progreso civilizatorio, como quién le pone unas fichas a la campaña de Roca. Y al igual que con cualquier otro caso de inseguridad, de lo que se trata es de una falta que intenta agujerear la conciencia del receptor llevándolo hacia un territorio incuestionable, la imperiosa necesidad de llenar un vacío. La vuelta del malón es otro caso de inseguridad y podemos indignarnos al preguntar ¿dónde estaba la policía para proteger a esa pobre gente? En particular para proteger al señor de la cabeza cortada, dueño, poseedor de cuanto le fue desposeído. En ese ¿dónde? Respira el deseo de una aparición, con todo el pulso religioso que de esta súplica y reclamo se deriva. Por lo que puede verse, y al contrario de lo que se piensa, la generación del 80 era también una generación eminentemente religiosa.

Se trata de tópicos característicos: La vuelta del malón se asemeja al Facundo en tanto ambos recorren el tema de la civilización y la barbarie. Pero no sólo por esto, sino también porque en ambos casos la creación estética implica el controvertido procedimiento que consiste en vindicar la civilización a partir de su ausencia, a partir de tomar como objeto del relato determinados elementos de la barbarie -la vida de Facundo Quiroga, la vuelta del malón-. Y en ese proceder, los autores han corrido un riesgo altísimo al crear personajes peligrosos. Personajes que son peligrosos en tanto son encantadores. Han caído así en la misma paradoja que los viejos folletines criminales del estilo Rocambole, toda una literatura policíaca que tiene como protagonistas a los delincuentes y que por una necesidad del relato -una cuestión de buen gusto- requieren, reclaman para sí una configuración seductora. El otro se ve heroificado.

Buscando entonces denunciar la barbarie para hacer notar la necesidad del avance civilizatorio, Ángel Della Valle pinta de hecho un cuadro inolvidable en dónde la felicidad suda vitalismo, es vigorosa y puede verse en cada uno de esos cuerpos saqueadores en movimiento, que violan, que ultrajan la propiedad privada de dos maneras: en tanto de hecho la hurtan y se roban maletines, perros y cautivas; en tanto resignifican objetos, como por ejemplo los religiosos, devenidos ahora boleadoras y lanzas. La vuelta del malón también nos incita a pensar a la gauchesca como parte de un género más amplio: la literatura policial, cuyos máximos exponentes en el siglo XX argentino han sido Jorge Luis Borges y Rodolfo Walsh.
Un trabajo posible consistiría en descolonizar ese género, hoy territorio dominado en gran medida por la masa mediática.

En definitiva, quizás importe la intencionalidad del autor y en este punto el interés estético haya predominado por sobre el interés político en la obra de Ángel Della Valle. Un pintor se deja llevar por esa voz extraña que le habla a veces a los poetas y por ende desoye ciertos requerimientos del orden de lo político. Lo cual tiene por supuesto consecuencias tanto políticas como estéticas.

Cuando el arte triunfa, la obra sale definitivamente del cauce de los intereses del autor, cualesquiera que estos sean. Como un artefacto rabioso, se escapa de las manos. Toda obra verdaderamente valiosa nos recuerda a Frankestein, adquiere una monstruosa e infinita vida propia hasta que llega ese momento de resplandor en dónde termina de matar lo que en ella restaba de intencionalidad del autor.

La firma de Della Valle puede entonces ser pensada como un hecho anecdótico, o no, pero más allá de esa pregunta La vuelta del malón encuentra por fin su modo de existencia actual: deviene a nuestros ojos una excelente película clase B, un film de zombies en dónde los indios masacrados durante siglos -y con ellos todos los otros de la historia- se transforman en muertos vueltos a la vida, dispuestos a alcanzar la victoria, o por lo menos a comerle los sesos a los dominadores, a recordarles de manera atormentante la servidumbre y la barbarie que ha sido necesaria para la consecución y el mantenimiento de su maloliente dominio. Un espectro colectivo se cierne así sobre todo lo establecido y se mixtura con el, hasta volverse indiscernible cualquier diferencia. Las cruces a la altura de las lanzas, las lanzas como cruces. Esa mezcla se produce entonces al calor del hipnótico ritmo de una kumbia zombie. Tal vez, la más maravillosa música.

Cf. Kumbia Queers, Kumbia Zombie
http://www.youtube.com/watch?v=McL6m5Tx3EA

1 comentario:

  1. Tu artículo me hizo acordar a un cuadro de Leonel Luna: "La conquista de un desierto", en conversación con la pintura de Juan Blanes, "La ocupación militar del Río Negro".
    Fijate, creo que te puede interesar: http://www.schattenblick.de/infopool/kunst/veransta/vaus7077.html

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